sábado, 20 de junio de 2009

Vicente Ferrer, compasión y filantropía


La muerte de Vicente Ferrer deja un vacío de solidaridad muy difícil de llenar, pero también un mensaje de filantropía a transmitir a las generaciones futuras, un ejemplo de altruismo a proseguir y una herencia de diálogo intercultural e interreligioso a continuar. Pero también una serie de lecciones a aprender por los ciudadanos y ciudadanas que vivimos cómodamente instalados en las sociedades satisfechas con la conciencia del deber cumplido por el mero hecho de pertenecer a alguna organización benéfica, pero sin cambiar un ápice nuestro estilo de vida.
Tras sufrir la represión franquista a través del internamiento en un campo de concentración después de la guerra civil, Vicente Ferrer fue a la India como misionero jesuita a comienzos de los años cincuenta del siglo pasado, quizás con la oculta intención de convertir al cristianismo a los seguidores del hinduismo. Pero, una vez allí, dirigió su mirada a los condenados de la tierra y dedicó todas sus energías a ayudarles a salir del estado de postración en el que se encontraban, a reencontrarlos con sus raíces culturales como parte fundamental de su identidad y a devolverles la dignidad que durante milenios la religión les había negado.
La primera enseñanza de Vicente Ferrer es que la pobreza constituye el hecho mayor de nuestro tiempo y el principal desafío al que la humanidad debe responder a través de los organismos internacionales, de los gobiernos locales y de actitudes solidarias tanto a nivel personal como grupal. Un hecho causal, y no simplemente casual; estructural, y no meramente coyuntural; consecuencia del egoísmo humano, y no algo querido por Dios, como suelen enseñar las religiones; resultado de la insaciable voracidad del capitalismo, y no un hecho natural. Se trata de un fenómeno de tal magnitud que afecta a dos terceras partes de la humanidad, la mayoría de las cuales vive en el Sur o en el llamado “Tercer Mundo”.
Y eso lo aprendió Vicente Ferrer no sólo ni principalmente a través de los análisis marxistas, sino viviendo en su propia carne la experiencia de marginación de los parias de la tierra en la India.
Pero, como persona profundamente religiosa, también leyendo a los profetas de Israel, para quienes conocer a Dios es practicar la justicia, y siguiendo la práctica de Jesús de Nazaret, que asumió la experiencia de la exclusión social, religiosa y política como condición necesaria para defender la dignidad de los sin-dignidad y luchar por la liberación de los pobres con hechos y palabras.
La segunda lección del humanista Ferrer es la práctica de la compasión, que choca con la insensibilidad y la falta de entrañas de misericordia de las sociedades “desarrolladas” hacia el sufrimiento ajeno. Com-pasión que no consiste en sentir lástima o pena de la pobre gente desde fuera de su mundo, sino, atendiendo a su sentido más profundo y radical, en ser sensibles al dolor de las víctimas, en ponerse en el lugar del otro, de los sufrientes de la historia, de los seres humanos y los sectores más vulnerables, y en estar siempre de su lado, asumiendo sus causas como propias, aun a riesgo de exponer la propia vida.
La tercera enseñanza es su compromiso en la lucha contra la pobreza, no por vía benéfico-asistencial o meramente “caritativa”, sino de transformación estructural. Un compromiso no sólo de cabeza sino a través de una praxis auténticamente liberadora que no se queda en la superficie del problema sino que va a las raíces de la injusticia, para que no se reproduzca, ni se perpetúe.
En ese compromiso implicó a los sectores populares oprimidos, que dejaron de ser objetos pasivos de caridad para convertirse en actores de su propia liberación, personal y comunitaria, cultural y política, social y económica. Fue precisamente el protagonismo popular el que aseguró el éxito de la mayoría de las iniciativas puestas en marcha por Vicente Ferrer.
No resultó tarea fácil, ciertamente, ya que exigía pasar de una conciencia pasiva e intransitiva a una conciencia crítica. Y eso requería una determinada pedagogía, la de la no-violencia activa. Una pedagogía que, a primera vista, podía parecer lenta e ineficaz, pero que generó una mentalidad revolucionaria en personas ubicadas en el fatalismo histórico, logró movilizar las energías utópicas dormidas de poblaciones enteras y la solidaridad de cientos de miles de colaboradores, y dio excelentes resultados en los terrenos educativo, sanitario, social, cultural y de concientización política.
Su capacidad de generar esa conciencia crítica en la ciudadanía de Anantapur, una de las zonas más depauperadas de la India, le costó la expulsión del país acusado de subvertir las costumbres ancestrales legitimadoras de la discriminación y de la violencia del sistema. Pero la presión popular y el apoyo de los organismos internacionales obligaron a las autoridades a admitirlo de nuevo para continuar su trabajo humanitario. Su testimonio de filantropía es una llamada a salir de la impasibilidad ante el hecho mayor de la pobreza y a asumir nuestra responsabilidad como ciudadanos del mundo en la lucha por su erradicación.
Juan José Tamayo, teólogo

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