Vayan e inflamen el mundo
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
En el primer piso de la Curia general, hay una escultura de San Ignacio de Loyola que mide más de dos metros y medio de alto… En el pedestal está inscrita la frase famosa que dijo Ignacio a Francisco Javier, al enviarlo a las Indias Orientales: “Ite inflamate omnia”, que traducido a buen romance significa algo así como “Vayan y enciendan todo con fuego”. Ignacio envió a Francisco Javier a llevar el fuego del Evangelio a las Indias Orientales, siguiendo el deseo de Jesús: “He venido a traer fuego a esta tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!“ (Lucas 12, 49). Lo simpático del asunto es que a un costado del pedestal hay un extintor de fuego de color rojo y de los modelos más grandes que yo haya visto en mi vida, con ruedas para poder transportarlo hasta donde fuera necesario, como previendo que todos los jesuitas que pasen por allí se tomen muy en serio el mandato ignaciano y, como si fueran pirómanos del Evangelio, quisieran comenzar a encender fuego a todo lo que tienen cerca…
Si continuamos la lectura del Evangelio según San Lucas encontramos algunas de las afirmaciones más enigmáticas del Señor… “¿Creen que he venido para traer paz a la tierra? No, les aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lucas 12, 51-53). El Señor aparece como si estuviera justificando la división en medio de la familia, (padre-hijo, madre-hija, suegra-nuera), cosa que nos parece absurda, porque contradice el mandamiento del amor, que es el centro del mensaje evangélico.
Llevar el fuego del Evangelio al mundo, produce contradicción y enfrentamiento. El fuego del Evangelio no produce una paz tranquila y cómoda; más bien nos hace entrar en conflicto con los que no buscan los valores del Evangelio. Fray Timothy Radcliffe, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores, en su libro, El oso y la monja (Salamanca, San Esteban, 2000, 89-92), llamaba la atención sobre el abismo que existe en entre la paz que buscamos nosotros, y la paz que el Señor nos regala. Cuando los once discípulos estaban encerrados en una casa por miedo a los que habían matado al Profeta de Galilea, el Resucitado vino hasta ellos y les dijo: “¡La paz sea con ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Señor”. Pero la paz que les traía los iba a sacar de la paz del encierro y la soledad... En seguida les dijo: “Como el Padre me envió, también yo los envío”. El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite, de su búsqueda egoísta de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre se parece a la nuestra...
Casi siempre buscamos la paz encerrándonos en nosotros mismos y evitando todos los riesgos de la construcción colectiva de nuestras comunidades, de la Iglesia y de nuestra sociedad. En esto nos parecemos a los discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir lastimados... Hay que reconocer que este miedo no es puro invento. Efectivamente, tenemos experiencia de haber sido heridos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y procuramos evitar el dolor y el sufrimiento que produce este choque. Pero también sabemos que cuando nos encerramos y nos aislamos de los demás y del mundo, gozamos apenas de una paz a medias; es una paz frágil que en cualquier momento se desvanece en nuestras manos.
Nos encerramos en una paz frágil porque tenemos miedo al cambio, miedo a los demás, miedo a ser sacados de nuestro nido. El miedo nos paraliza, nos bloquea, nos confunde. Hemos desarrollado una serie de tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere sacarnos de nuestro encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestros conventos, a nuestras casas, a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar nuestras vidas con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus interpelaciones. Podemos encerrarnos también en el exceso de trabajo... Paradójicamente, llegamos incluso a utilizar la oración para mantener a Dios fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración, recitando palabras y repitiendo frases, sin ofrecer a Dios un momento de silencio porque cabe la posibilidad de que nos diga algo que altere nuestra aparente paz y nuestra tranquilidad acomodada.
Pero el Señor se las arregla para irrumpir en nuestro interior con el soplo de su Espíritu y, aún teniendo las puertas cerradas, como los discípulos en el cenáculo, El viene a inquietarnos y a salvarnos de nuestra aparente paz. El Señor no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos SU paz. Una paz que nos abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les anuncia su paz... Se trata, entonces, de una paz conflictiva, ‘agónica’, como diría don Miguel de Unamuno... Es una paz que abre desde fuera nuestros sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino para que vivamos una vida plena y auténtica. Una vida en abundancia. Esa es la paz que nos trae el mandato de Ignacio, que hoy volvemos a escuchar: “Ite Inflamate omnia”
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