domingo, 27 de enero de 2008

Padre Nicolás. El jesuita de los pobres


En 1997, siendo por entonces superior provincial de Japón, el sacerdote jesuita español Adolfo Nicolás dejó su residencia oficial para irse a vivir a una pequeña casa con paredes de latón en el distrito de Adachi, una zona obrera situada a las afueras de Tokio lindando ya con la Prefectura de Saitama. Esta infravivienda, que aún se mantiene en pie, no tenía calefacción ni muebles y el aseo era sólo un agujero en el suelo que desaguaba directamente a un estrecho callejón por donde las ratas se movían a sus anchas.

Y si la vida de un hombre es la suma de sus actos, éste es quizás uno de los más reveladores —pero no el único— para entender al padre Adolfo Nicolás, quien a sus 71 años ha sido elegido la semana pasada prepósito general de la Compañía de Jesús. Después de casi 25 años bajo la autoridad del sacerdote holandés Peter Hans Kolvenbach, la influyente orden católica, fundada en el siglo XVI por San Ignacio de Loyola y que cuenta ya con cerca de 20.000 miembros, vuelve a estar pilotada por un español que a muchos les recuerda al padre Pedro Arrupe, quien dirigió a los jesuitas desde 1965 hasta 1983 con carisma no exento de controversia.

Durante esos años, el fuerte compromiso social de Arrupe y su lucha a pie de calle por los más necesitados revolucionaron a una Iglesia católica que, acomodada en el espléndido fulgor del Vaticano, se alejaba a pasos agigantados de una sociedad cada vez más secular y materialista. Frente a esa pérdida de espiritualidad en Occidente, el padre Arrupe, que también fue provincial de Japón y estaba destinado en Hiroshima cuando cayó la bomba atómica en agosto de 1945, miró al Lejano Oriente. Y allí centró la labor religiosa en la ayuda a los pobres, incomodando en ocasiones a una jerarquía eclesiástica que, en ocasiones, parecía más preocupada por seguir manteniendo su influencia en los elitistas círculos del poder o en preservar su influencia en el ámbito de la educación.

Precisamente, el nuevo general de los jesuitas tratará de superar esta división, que él mismo vivió en Tokio y aún hoy puede apreciarse entre los miembros de la congregación. «Pero el padre Nicolás no será el nuevo Arrupe, porque es menos impulsivo y más reflexivo, por lo que los cambios que se produzcan dependerán en buena medida de los asesores que le rodeen», asegura a ABC Isamu Ando, un misionero español nacionalizado japonés que lleva 46 años en el archipiélago nipón y vivió con el nuevo prepósito desde 1997 hasta 2004.

Una de las casas que ambos compartieron fue la humilde vivienda de latón de Adachi, donde, según explica Ando, «el padre Nicolás se metió de lleno en el problema de los emigrantes pobres que vienen a Japón en busca de trabajo y conoció una sociedad nipona muy diferente a la que había visto dando clases de Teología en la Universidad Sofía de Tokio».
Asistencia a inmigrantes

Desde entonces, y tras dejar de ser superior de la provincia de Japón en 1999, Adolfo Nicolás se encargó de dirigir un centro de asistencia a los inmigrantes filipinos, a los que incluso ayudaba con el dinero que tenía asignado junto al padre Ando para sus propios gastos.
En 2004, fue destinado a Manila con nuevas responsabilidades de gobierno como presidente de la conferencia de provinciales de Asia Oriental y Oceanía. Con tal cargo, en el que se ocupaba de toda la región jesuita que va desde Birmania (Myanmar) hasta Timor Oriental pasando por Vietnam, cerraba un largo periplo por este continente que había comenzado allá por el lejano año de 1964, cuando se marchó a Tokio para estudiar Teología.

Nacido el 29 de abril de 1936 en la calle mayor de Villamuriel de Cerrato, en Palencia, Adolfo Nicolás vivió su infancia en Cataluña antes de recalar en el colegio jesuita Areneros de Madrid, donde ya apuntó maneras y dio muestras de brillantez académica al ser nombrado «príncipe» de su promoción en 1953. Ese año ingresó en el noviciado de Aranjuez y, tras licenciarse en Filosofía en Alcalá de Henares en 1960, recaló en Japón, donde estudió Teología y se ordenó sacerdote en 1967.

Tras pasar por la Universidad Gregoriana y doctorarse con una tesis titulada «Teología del progreso», regresó al imperio del Sol Naciente en 1971 para impartir clases en la prestigiosa Universidad «Sofía» de Tokio, regentada por los jesuitas. En esa época en la que habitó en la Casa Teologal de la capital nipona, uno de sus mejores amigos era Plácido Ibáñez, otro misionero jesuita nacido en Granada hace 73 años, pero que ha pasado la mayor parte de su existencia en esta parte del mundo.

«Jugábamos todas las tardes al chinchón y, como le gustaba mucho andar, dábamos largos paseos por la ciudad, en uno de los cuales nos enteramos escuchando un transistor de que Franco había muerto», recuerda Ibáñez, quien destaca el gran sentido del humor del nuevo general. «Lo ha heredado de su padre, así que, cada vez que reflexionábamos sobre la crisis vocacional, Adolfo solía decir que lo importante era no perder ni el chinchón ni el sentido del humor», indica el veterano misionero, quien estaba con él cuando, en 1978, recibió una carta informándole de que iba a dirigir el Instituto Pastoral de Manila.

Profundidad espiritual

«¡Menuda me ha caído!», exclamó entonces el padre Nicolás, quien quizás pensó algo similar al ser nombrado prepósito de los jesuitas porque, según sus amigos, no se lo esperaba. «A Nico lo vi a finales de diciembre, poco antes de partir a Roma para participar en la Congregación General 35, y le dije que iba a ser el próximo general, pero él lo descartó porque tenía ya 71 años sobre la espalda», indica Manuel Silgo, otro misionero afincado en Japón que se reunió con el padre Nicolás «en un Burger King de Madrid porque no encontramos ninguna cafetería para poder sentarnos y charlar un rato».

Del nuevo responsable de la orden, una de las más numerosas de la religión católica, Silgo resalta su «gran profundidad espiritual y de conocimientos teológicos y humanos que, sin embargo, no va pregonando porque sabe escuchar atentamente a todo el mundo para hacer luego unas reflexiones muy acertadas».

Por ese motivo, el sacerdote Juan Ribera, encargado del asilo de Tokio donde son atendidos los jesuitas más ancianos y enfermos de Japón, cree que «la elección de Adolfo Nicolás ha sido una apuesta por la interculturalidad, ya que se buscaba a una persona que pudiera unir Occidente y Oriente, de donde proceden la mayoría de las vocaciones religiosas en la actualidad».
Asia, prioridad para el Vaticano

No en vano, la comunidad jesuita más numerosa del planeta ya se encuentra en la India, donde esta congregación tiene unos 3.700 miembros. «Asia es la prioridad principal para el Vaticano, que quiere normalizar sus relaciones con China y necesita como interlocutor a un hombre capaz de dialogar y con experiencia en este continente», apunta Ribera, quien aclara que «Nicolás no se precipita en las decisiones y está preparado para aguantar situaciones difíciles porque tiene mucha paciencia oriental».

Otra de las claves de su designación es, a juicio de Manuel Silgo, «su carácter diplomático, por lo que no habrá ningún enfrentamiento con el Vaticano ni con el Papa», como ha ocurrido en otras ocasiones en la agitada historia de los jesuitas.

De hecho, Adolfo Nicolás se apresuró a asegurar en su primera homilía que coincidía con Benedicto XVI en que «en todo, amar y servir», lo que ha sido interpretado en la Compañía de Jesús como un intento por zanjar las asperezas que causó el intervencionismo de la Santa Sede en la elección de su antecesor, Kolvenbach, tras la retirada por enfermedad de Arrupe. Un momento que los jesuitas vivieron con gran incertidumbre y que volvía a poner de manifiesto la inmensa distancia que se abría entre los curas que trabajan y viven con los pobres en plena calle y el mundo de intrigas políticas y discretas diplomacias en el que evolucionan obispos y cardenales en los salones y pasillos del Vaticano.

Poner orden en la congregación

«Nicolás y Arrupe son distintos porque, mientras el primero lanzaba muchas propuestas y era muy impulsivo, el segundo es más intelectual y se encargará de poner las ideas en orden», razona Juan Ribera. Para empezar, lo que tendrá que poner en orden será una congregación también marcada por la división, pero en cuyos misioneros de base tiene todavía una gran aceptación la controvertida Teología de la Liberación, condenada en los años 80 tanto por Juan Pablo II como por el cardenal Joseph Ratzinger antes de ser elegido Papa.

Por eso, los jesuitas más enfocados hacia la labor pastoral y educativa confían en la moderación del padre Nicolás. Por su parte, los más «activistas», aquellos que señalan con ironía el mucho dinero que ha costado el levantamiento de la esplendorosa iglesia de San Ignacio de Tokio y la contigua sede oficial del provincial de la congregación, se aferran a sus hondas preocupaciones sociales y a los sacrificios que hizo en Japón en favor de los más necesitados.

Mientras tanto, Antonio García, el administrador de la casa de los jesuitas en la capital nipona, que llegó a Japón en 1950 y ha trabajado tanto bajo las órdenes del padre Arrupe como del nuevo general, recuerda las películas que iba a ver con Nicolás: títulos como «La misión» y «El nombre de la rosa».

Todo un ejemplo de buen gusto cinematográfico, pero también de rebelión ante la autoridad de la cúpula eclesiástica que habrá que ver si sigue vigente en el padre Nicolás ahora que ha pasado a formar parte de ella.


PABLO M. DÍEZ, ENVIADO ESPECIAL A TOKIO
Fuente: ABC

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