domingo, 6 de abril de 2014

Encuentros con la Palabra por Herman Rodríguez S.J. Mi amigo del alma


Crisóstomo
Nací una tarde un poco fría y lluviosa de otoño. Mis padres, Joaquín y Susana, me recibían como el tercer hijo que Dios les regalaba. Mis hermanas mayores, Verónica y Marta, me esperaban también con mucho amor.
No fue fácil el comienzo de mi camino en este mundo; además de las complicaciones propias de cualquier recién nacido, sufrí durante los primeros meses de vida muchas dolencias y enfermedades, que me tuvieron más de una vez al borde de la muerte. Ya se anunciaba mi débil salud y los problemas que poco a poco se irían haciendo más claros para todos, incluso para mi. No parecía capaz de llevar sobre mis hombros la vida...
Cuando cumplí cuatro años pude dar mi primer paso y sólo hasta los siete comencé a articular las primeras palabras; algo que, al parecer, era totalmente inusual. Después de mí, nacieron cinco hermanos más: Sara, Efraín, David, María y Saúl. Los que nacieron inmediatamente después de mi me aventajaban en todo y aunque era mayor que ellos, muchas veces me vi ayudado por ellos en los juegos, en los desplazamientos dentro de la pequeña casa que teníamos. Incluso había otra diferencia; mis ojos un poco más cerrados y rasgados, y las facciones más redondas de mi cara me hacían ver como de otra familia.
Lo que más me molestaba era que no podía controlar los movimientos de mis manos y de mis pies como mis hermanos o los vecinos con quienes salíamos a jugar en las tardes calurosas del verano. Todo se me caía, tropezaba mil veces con la misma piedra y vivía más tiempo levantándome, que sostenido sobre mis débiles piernas.
Poco a poco empecé a sentir una especie de rechazo de algunos vecinos y de sus padres. No entendía qué pasaba, pero un día escuché a la mamá de Juan, el del lunar en la frente, que no debía jugar conmigo ni con mis hermanos y hermanas... No supe por qué. Otro día me di cuenta de que mi madre lloraba contándole a mi padre que el rabino había pedido que no me mandaran con los demás a aprender los salmos y las canciones para la celebración de los sábados. Decía el rabino que yo era incapaz de entender lo que allí se explicaba... Y tal vez no le faltaba razón. No me enteraba cómo mis hermanos iban repitiendo con tanta fluidez los sonidos que para mi eran prácticamente imposibles.
Fui creciendo, pues, en un aislamiento cada vez mayor respecto de la vecindad y, poco a poco, también de mis hermanos y hermanas. Aunque me querían llevar a todas partes con ellos, se les prohibía y sufrían más que yo con el rechazo que percibían en los demás. Mi madre sufrió siempre mucho con todo esto. Mi padre murió cuando yo cumplí los catorce años y creo que se fue con el pesar de no haberme visto entrar al templo de Jerusalén, como todo hijo de nuestro pueblo hace al cumplir los doce años.
La vida transcurría lenta y pausada; no había muchas novedades y yo seguía tratando de aprender lo que mi madre me enseñaba. Cuando cumplí los veinte, decían algunos que me comportaba como un niño de siete años. Mi madre murió por ese tiempo y mis hermanas y hermanos se fueron casando poco a poco; me iba quedando con menos familia cada vez; claro que Marta, la segunda de mis hermanas había prometido a mis padres cuidar de mi hasta el final de sus días y había rechazado varias propuestas serias de matrimonio.
María, en cambio, no había prometido nada a nadie, pero no le había aparecido en su camino un hombre que le propusiera algo en serio; creo que no le bastaba uno; pues muchos de los vecinos, incluso de los que estaban muy bien casados en el pueblo, venían a verla por las noches y se divertían mucho juntos. Más de una vez me gané una torta por asomarme a mala hora en su habitación, donde parecía que hacía gimnasia con alguno de sus inconstantes visitantes nocturnos.
Algo que ciertamente conmocionó la vida de nuestro pequeño pueblo fue el día que apareció por nuestra casa un maestro galileo que tenía fama de curar y hacer milagros. Un tal Jesús que quiso, desde el primer día, quedarse en nuestra casa a pesar de que todo el pueblo le había hablado de mis males y del comportamiento disoluto de mi hermana menor. Se sentaba a jugar conmigo y fue el mejor amigo que tuve jamás. Me quería mucho y me traía, siempre que pasaba por el pueblo, algún regalo que me alegraba la vida.
Decía que Dios me amaba de una manera especial porque yo tenía un corazón de niño y porque no pedía sino cariño a los demás. Para él eran más importantes mis juegos y mi alegría, que los sabios discursos del rabino en la sinagoga cada sábado. Algo parecido decía de mi hermana María. También la quería mucho y decía que había amado mucho y que por eso tenía derecho a un perdón mayor. María lo quería también como yo, y se alegraba cada vez que nos visitaba con sus amigos.
Desde luego, esta actitud de Jesús no gustaba a las señoras y señores respetables del pueblo. Decían que no era en realidad ningún profeta y que no tenía nada que enseñar. Los milagros que decían que había hecho, nunca los hizo entre nosotros. Lo único milagroso era que jugara conmigo y que no tratara de fulana a mi hermana, cosa habitual en nuestro pueblo.
Lo único malo de todo esto, era que cuando Jesús nos dejaba para continuar sus correrías por los pueblos vecinos, o cuando subía a Jerusalén para las fiestas, el rechazo de los vecinos era mayor. Una vez, después de su visita, algunos de los vecinos vinieron de noche a nuestra casa y prendieron fuego a la puerta y al techo. Tuvimos que escapar despavoridos y esperar a que las llamas acabaran de consumir todo lo que había dentro, que a Dios gracias no era mucho. Mis hermanos reconstruyeron, como pudieron la casa y volvimos a tener dónde pasar las noches.
Por último, conminaron a mis hermanas a que no me dejaran salir nunca más de casa; decían que yo era una vergüenza para el pueblo y que atraía los malos espíritus. La amenaza era muy en serio; decían que si me volvían a dejar salir, iban a apedrearme entre todos. Mis hermanas no sabían qué hacer. Avisaron a Jesús, que estaba escondido en algún lugar del norte por temor a los escribas y fariseos de Jerusalén que habían comenzado a perseguirlo; hacía poco habían tratado de apedrearlo también. Corría peligro y no podía dejarse ver por Judea.
La verdad es que pasé varios días sin ver el sol, metido entre las cuatro paredes y sumido en la tristeza más grande. Pensé incluso que mi único amigo me había olvidado y que no le interesaba lo que me estaba pasando. Perdía el control y me golpeaba contra el suelo de tierra; arañaba las paredes y gritaba como un loco lo único que recordaba de los días que iba a la sinagoga a aprender los salmos: "Eloí, Eloí, ¿lema sabactani?"
Mis hermanas, desesperadas ante mis descontroles, resolvieron amarrarme todo el cuerpo con unas sábanas; no podía moverme, no podía tirarme al piso ni rasguñar las paredes; lo único que hacía era gritar como podía hasta quedar exhausto. Los vecinos que pasaban frente a la casa, al oír mis gritos desesperados, me insultaban y me increpaban a salir para apedrearme y terminar por fin conmigo para siempre.
"¡A ver si viene su amigo galileo a sacarlo de allí! ¡A ver si tiene valor para venir por Judea y arriesgarse a que lo apresen los guardias del Templo de Jerusalén!" Pasaban los días y Jesús no aparecía por ninguna parte ni sabíamos nada de él.
Por fin, un sábado a media mañana, mientras todo el pueblo se preparaba para ir a la sinagoga a orar, comencé a oír un revuelo de gente en los alrededores de la casa. Oí a mi hermana Marta decir que venía Jesús; después salió corriendo a recibirlo a las afueras del pueblo; al rato volvió a llamar a María y las dos salieron de nuevo.
Sentía mucha vergüenza que Jesús me encontrara como estaba; tantos días amarrado y revolcándome entre mis propias miserias en el cuarto en el que me tenían encerrado, tenía un olor que debía resultar insoportable para cualquier ser viviente. Permanecí esperando un buen rato y por fin empecé a escuchar de nuevo los ruidos de la gente que se acercaba a la casa.
Poco a poco se fue haciendo un silencio muy hondo; podía percibir la tensión que se respiraba afuera. Yo estaba totalmente quieto y encorvado; no quería ni respirar para escuchar lo que decían; inmóvil, con la respiración contenida, lleno de suciedad por todas partes, parecía un muerto enterrado en vida. De pronto escuché la voz de Jesús que comenzaba a dirigirse a Dios diciendo:
"Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado".
Después oí su fuerte voz que decía: "¡Lázaro, sal fuera!"
Yo estaba totalmente asustado; no dejaba de darme miedo encontrarme con una turba descontrolada que podría apedrearme en un minuto y dejarme sepultado en el portal de la casa. Como pude, fui dando pequeños pasos; los que me permitía dar el 'sudario' con el que me tenían envuelto. Fui saliendo lentamente y lo primero que vi fue el rostro de Jesús. Estaba luciendo una sonrisa muy propia suya; tenía las marcas del sudor del camino y las lágrimas de dolor por verme así. Tenía también un aspecto de preocupación y miedo; no sé si veía angustia y desolación, pero ciertamente parecía estar firmando su sentencia de muerte.
Mis hermanas me libraron de las sábanas que ya no tenían ningún color, ni guardaban ningún orden alrededor de mi cuerpo. Me sentí inmediatamente abrazado por mi amigo del alma. Los vecinos apenas respiraban contemplando el espectáculo. Jesús había arriesgado su propia vida para venir a sacarme del sepulcro en el que me habían enterrado mis vecinos. Nadie levantó una piedra para arrojármela, ni profirió ningún grito contra mi o contra Jesús. Lo que sentí ese día fue como si hubiera vuelto a nacer a una vida nueva. Es algo inexplicable.
Ya nadie podrá quitarme esta alegría que me invade; nadie podrá hacer que olvide este gesto de amor que parece llegar al extremo. Nunca podré olvidar ese momento.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Madrid, 7 de mayo de 1997
Encuentros con la Palabra
RD

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