jueves, 16 de enero de 2014

En clave de Dios: Maneras de esperar a Dios


Creo que para un cristiano la palabra “esperar” debería tener siempre un significado activo. La espera no puede separarse de “buscar y hallar”, de “actuar”, de “compromiso”, de lo que un tal Ignacio de Loyola entendía por «en todo amar y servir». La espera está llamada a ser verdadera pasión, agradecida, misionera, auténtica sed de Dios.
En mi opinión, hay dos arquetipos de la espera que ponen gráficamente de manifiesto dos concepciones contrapuestas de entender la espiritualidad. De un lado, estaría “esperar el autobús”: se trata tan sólo de tener paciencia y ocupar el tiempo, de “dejar que el tiempo pase”, y que lo haga lo más rápidamente posible. Sabemos que el autobús llegará más tarde o más temprano… El tiempo que tarde en llegar el autobús es, casi siempre, tiempo perdido. Conozco los horarios, con lo cual hay poco lugar para variaciones. Incluso si se retrasa, sabemos casi con total seguridad que se debe al “atasco matutino”. Nada de lo que hagamos hará que el autobús llegue antes. Es una espera que sabe, casi con total certeza, cómo será el término de la misma, qué aguarda al final. Hay poco lugar para lo imprevisto, para la novedad. Si salgo de casa siempre a la misma hora, casi seguro que tendré que esperar siempre lo mismo en la parada del autobús.
Hay una manera de entender la espiritualidad que conoce perfectamente todo el camino a recorrer (incluso ya sabe de antemano la voluntad de Dios). Donde no hay lugar para los cambios, la novedad, lo impredecible... Dónde y cómo haya encontrado a Dios en el pasado, lo encontraré en el futuro… Y es que podemos esperar como quien tiene a Dios domesticado.



Hay otro arquetipo de la espera. La espera de una mujer en estado de buena esperanza. La llegada de quien ha de venir es no sólo deseada sino anticipada, soñada, ilusionada. Antes de su llegada ya está presente, forma parte de nuestra vida y la condiciona. Es una espera que también conlleva miedos, que nos cambia la vida y que nos la cambiará aún más. Esa espera cambia nuestro cuerpo, nuestra psicología, nuestra autodefinición, nuestro ser. Es una espera que a menudo presenta “anticipos”. Es una espera en la que deseamos “dar la bienvenida”. Es una espera habitada por quien ha de venir (hasta se pueden sentir sus “pataditas”). Es una espera en la que hay cabida para nuestra acción; una espera que nos enraíza en la vida.
Hay una manera de entender la espiritualidad que está abierta a un “Dios siempre mayor”, siempre nuevo. Un Dios que da y se da, que habita las cosas, que trabaja por mí, que desciende a mi vida y a mi tiempo, a nuestras vidas y a nuestros tiempos. Esta segunda manera de esperar presupone que toda realidad está habitada por Dios. Esta espera significa poner en Alguien nuestra esperanza, y ese alguien no soy yo ni mi actividad. Correlativamente, la esperanza conlleva una espera para que no se trate simplemente de una ilusión. Para que no nos precipitemos por nuestras «fuerzas», sino que estemos preparados para recibir a ese Alguien. «Vivir de esta manera la experiencia humana, el tiempo, equivale a vivir cada momento de cara a Dios, a lo definitivo. El aquí y ahora se densifica de tal manera que ya no hay que buscar más u otra cosa. La vida adquiere la plenitud e intensidad de lo último». (J.M. Mardones).

Pablo Guerrero S.J:
pastoralsj


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