martes, 5 de agosto de 2014

Educación, revolución y cristianismo por Jorge Costadoat S.J.


En Chile hay una revolución en curso: venimos de una sociedad de individuos y vamos a una sociedad de personas. ¿Qué educación se necesita para dejar de formar individuos y comenzar a formar personas? Este es el asunto.
Venimos de una sociedad que perdió el sentido del Bien común para constituirse en una especie de agregación de individuos. Con el “golpe” fracasó el Chile social (ese que, por ejemplo, fue capaz de aprobar por unanimidad la chilenización del cobre). Una razón a no olvidar del quiebre del país, según Ricardo Lagos en sus memorias, es que las expectativas de desarrollo social las últimas décadas habían crecido mucho más de lo que creció la economía que debía sustentarlas. El Chile social no estaba respaldado económicamente hablando. Augusto Pinochet, por su parte, introdujo el neoliberalismo y lo aseguró al nivel de la Constitución. ¿Qué resultó? Un país de individuos que habrían de rascarse con sus propias uñas. No de personas, sino de individuos, seres que no tendrían nada que reclamar de los demás porque en tal sociedad todo habría de conseguirse mediante una competencia darwiniana. “La competencia perfecciona”, se nos decía. Pero si en 1973 fracasó el Chile social, durante el gobierno de Sebastián Piñera fracasó el Chile individualista.
Lo que rebrota hoy es el Chile social. ¡Notable! Volvemos a nuestra mejor tradición. ¿Cómo la sustentaremos? Un asunto es el financiamiento: se hará una reforma tributaria. Otro, un cambio de Constitución política: se necesita una que asegure al más alto nivel el reconocimiento de personas que, siendo iguales en dignidad, pueden desarrollarse en plenitud mediante procesos de intercambio de sus diversidades (ideológicas, religiosas, étnicas, de género, etc.) y de su colaboración mutua. A diferencia del concepto de individuo, el concepto de persona alude a un ser capaz de ser sí mismo, único y original, gracias a relaciones de respecto, de reconocimiento y de solidaridad con los demás. Si conceptualmente el individuo es un competidor, la persona en cambio es colaboradora. Si en el Chile individualista el bien social es la suma de los bienes de lo que cada uno gana para sí y el rebalse de los ricos a los pobres, en el Chile social predomina una idea de Bien común de acuerdo al cual lo que cada uno gana tiene una hipoteca social, pertenece a personas que no han llegado a ser tales sino a través del esfuerzo de unas por otras y con otras. Es así que el Chile social es igualitario (reconoce derechos a todos) e integrador (valora las diferencias, auspiciando su desarrollo, su intercambio y su conjugación).
Lo que está en juego no es una reforma sino una revolución educacional: está en juego el Chile que se quiere formar. Todos desean mejorar la calidad de la educación. Pero ¿calidad para competir mejor o para compartir mejor? Debemos reconocer que se necesitan ambas calidades. Pero, en el paso al nuevo paradigma de sociedad, no se trata de ofrecer el mismo tipo de educación ahora sí para todos, sino de ofrecer una educación diferente, más social; una que aliente el esfuerzo personal sin perjuicio de la colaboración con los demás, sino en función de ella. No sabemos si el país será capaz de sustentar económicamente un cambio tan grande. Tampoco sabemos si el gobierno tendrá la pericia para cumplir lo que promete. Las señales son preocupantes. Pero la apuesta es muy seria: una sociedad igualitaria e integradora requiere poner en funcionamiento ya una educación que practique estos valores.
¿Qué ocurre con la Iglesia? Hay en ella una voluntad de verdadera contribución. Este es el país que ella más quiere. Su opción por los pobres es una opción por la igualdad y la integración de todos, a partir de las necesidades de los excluidos. Sin embargo, en el área chica, las cosas son más complejas.
La Iglesia ante esta realidad tiene una dificultad de fondo y una aprensión razonable. Esta consiste en una cautela. La Iglesia chilena teme que quien pague por la educación, el Estado, termine controlando los contenidos de la enseñanza. ¿Aprensión infundada? No, cuestión de lucidez. Este gobierno no ha dado ninguna señal de ser totalitario. Pero si el Estado pone el financiamiento quedará despejada la posibilidad de menoscabar la libertad de educación a futuro. Esta, sin embargo, no es una dificultad de fondo. Una nueva Constitución tendría que asegurar políticamente que el país no sólo será igualitario, sino también integrador. Es decir, asegurar que la educación de calidad habrá de consistir también en el cultivo y la oferta de proyectos plurales.
Hay, sin embargo, una dificultad más de fondo. Los colegios de elite conspiran en buena medida en contra del Chile social. Ellos, de suyo, son colegios del Chile individualista y egoísta, verdaderas fábricas de desigualdad y de desintegración. La Iglesia cumple un servicio educativo enorme de niños de clases medias y pobres. Pero educa a parte de la elite. Lo que en el siglo XIX y buena parte del XX fue un aporte muy notable, en el actual escenario histórico ya no lo es. Que haya una elite de cristianos con una profunda vocación social es indispensable –como también lo es que haya una elite atea o de otras orientaciones filosóficas o religiosas con esta misma vocación–, pero se ha vuelto insostenible que la calidad de la educación pueda conseguirse a través de instituciones que seleccionan y, por tanto, excluyen. Las instituciones de exclusión muy difícilmente forman elites integradoras.
La Iglesia que quiere un Chile social necesita poner al día su cristianismo.
Jorge Costadoat S.J.
Cristo en construcción

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