Cuando el Dios amor
de Jesús se
introduce en la vida
de una persona,
todo cambia
E
N 1995 los técnicos del Parque
Nacional de Yellowstone
decidieron reintroducir el
lobo después de que, siete décadas
antes, se capturase con trampa el
último ejemplar. Esa decisión −muy
polémica en su momento− transformó
el paisaje de Yellowstone en
poco tiempo de una forma tan radical
que hasta los propios gestores
del parque no podían dar crédito
a lo que estaban viendo.
Los biólogos e ingenieros
que han estudiado
el proceso con detenimiento
comienzan
ahora a entender los
complejos mecanismos
que desencadenó la llegada
de un depredador
tan eficiente como el lobo
en un ecosistema que, hasta el
momento, había estado dominando
por grandes herbívoros como el
alce, el búfalo o el ciervo.
El primer efecto de la reintroducción,
bien conocido por los estudios de dinámica de poblaciones,
fue el rápido incremento
de los depredadores y la también
drástica reducción de los grandes
herbívoros hasta que, finalmente,
ambas poblaciones alcanzaron un
punto de equilibrio.
El segundo efecto observado
–y también esperado– fue la progresiva
recuperación de la cubierta
vegetal y la llegada de nuevas
especies que, debido a
la excesiva presión de
los herbívoros, habían
desaparecido
completamente.
Entre ellas destacan
las plantas de
ribera, que volvieron
a crecer junto a
ríos y arroyos reduciendo
la velocidad del agua,
reteniendo ramas y favoreciendo
la sedimentación. Como resultado
de este proceso –nada esperado–
el trazado lineal de los ríos de
Yellowstone fue transformándose, poco a poco, en otro más sinuoso
hasta el punto de crearse meandros
y pequeños islotes, que a su
vez permitieron la entrada de nuevas
especies.
Dicho de forma telegráfica,
la introducción de una pequeña
manada de lobos acabó transformando
radicalmente el paisaje de
Yellowstone, modificando incluso
el curso de los ríos.
Relatos de conversión
En estos días de adviento, en
los que los cristianos nos preparamos
para la Navidad –el relato de
la llegada del Hijo de Dios–, puede
resultar muy ilustrativa la historia
de Yellowstone. Porque ambas historias,
por muy alejadas y distintas
que parezcan, narran un proceso
similar: la transformación de un
ecosistema entero, uno natural –el
de Yellowstone– y otro religioso –
el del judaísmo del siglo I– en algo
distinto.
El nacimiento de Cristo fue
un acontecimiento que transformó
el paisaje religioso de modo
irreversible. Nuestra fe afirma que,
con Jesús, Dios entra en la historia
humana de una forma nueva, inesperada
y radical; entra y trastoca
todo el orden previo: el modo de
imaginar a Dios (como Trinidad), el
modo de comprendernos (como hijos
de un único Padre), el modo de
relacionarnos entre nosotros (como
hermanos de una única familia) y el
modo de entender el mundo (como
«casa común» habitada por el Espíritu). Con Jesús, ya nada puede ser
igual que antes.
Los relatos de conversión de
todos los tiempos narran bien los
efectos que provoca la llegada de
Cristo a la vida de una persona. Desde
Las Confesiones de San Agustín
hasta La montaña de los siete pisos
de Thomas Merton, pasando por La
Autobiografía de Ignacio de Loyola,
las conversiones religiosas dan testimonio
de la novedad permanente
de la fe cristiana y de su capacidad
para irrumpir y revolucionar el orden
establecido, tanto a nivel personal
como social. Cuando el Dios-amor
de Jesús se introduce en la vida de
una persona y se le deja suelto, sin
tratar de controlarlo o manipularlo,
todo cambia, todo queda recolocado,
hasta el curso de la propia vida.
Porque cuando alguien deja entrar
a Dios en su conciencia, en su
pensamiento y en su imaginación,
se desencadenan −como en los ecosistemas−
transformaciones vitales
en el interior de esa persona. Y esas
transformaciones se traducen después
en actitudes y decisiones muy
concretas: en el modo de entender
el mundo, de plantearse la vida y de
ordenar las prioridades.
El Padre Arrupe, antiguo general
de los jesuitas, describió magistralmente
lo que sucede al abrir
la puerta al Dios-amor en nuestras
vidas en un poema-oración que
merece la pena ser reproducido:
Nada es más práctico
que encontrar a Dios;
que amarlo de un modo
absoluto y hasta el final.
Aquello de lo que estés enamorado
y arrebate tu imaginación,
lo afectará todo.
Determinará lo que te haga
levantar por la mañana
y lo que hagas con tus atardeceres;
cómo pases los fines de semana,
lo que leas y a quién conozcas;
lo que te rompa el corazón
y lo que te llene de asombro con
alegría y agradecimiento.
Enamórate,
permanece enamorado,
y eso lo decidirá todo.
Si la introducción de una nueva
especie «lo afecta todo», desencadena
transformaciones insospechadas
en la pirámide trófica y acaba
cambiando por entero un ecosistema,
la introducción de la pregunta
por Dios, el Dios-amor de la Navidad,
¿no «lo afectará todo» también, no transformará el itinerario
vital de una persona en direcciones
insospechadas?
La historia nos dice que, en la
vida de muchas personas a lo largo
de muchos siglos, así ha sido. La entrada
desconcertante, impredecible
y transformadora de Dios en la historia
es el gran relato de la Navidad;
el Dios a quien abrimos la puerta en
estos días, el Dios del amor, el Dios
de Jesús, es también –y conviene no
olvidarlo– el Dios salvaje que irrumpe
en nuestra intimidad para instalarse
y trastocar para siempre nuestro
paisaje interior. Esa irrupción es
la que celebramos en estas fechas.
Conviene pues, durante los
días de Adviento y Navidad, alejarnos
por un momento de las imágenes
navideñas edulcoradas y ñoñas
a las que tan acostumbrados estamos.
Rescatemos la radicalidad del
misterio de la encarnación. Abramos
la puerta, un año más, al Dios
salvaje y creador, al Dios capaz de
transformar y recrear nuestra vida.
Hagamos memoria de su irrupción
en la historia y en la creación.
En Navidad, dejemos a Dios ser
Dios
Jaime Tatay sj
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