Había una vez un pan malo que, tan pronto salió del horno, fue colocado, contra su voluntad, en la vitrina de la panadería junto a otros muchos panes. Poco a poco los clientes se fueron llevando todos los panes y sólo quedó el pan malo que siempre que trataban de agarrarlo, gritaba y protestaba para que no lo tocaran. De pronto, llegó una señora a comprar pan y, como no encontró más, se llevó el pan malo que refunfuñó disgustado: – “¿A dónde cree que me lleva?” La señora le dijo: –“Pues te llevo a mi casa, donde hay cuatro niños que te esperan para poder ir a la escuela a estudiar todo el día”. El pan malo no tuvo más remedio que dejarse llevar, pero siguió refunfuñando para sus adentros... Tan pronto estuvo en medio de la mesa del comedor de la familia y se sintió amenazado por los cuatro niños, comenzó a gritar: –“¡No tienen derecho a hacerme daño! ¡Yo no quiero que me partan, ni estoy dispuesto a que me coman! ¡No lo voy a aceptar de ninguna manera!”.
Los niños, estupefactos, se contentaron esa mañana con el café con leche y algunas galletas que había del día anterior... Dejaron el pan malo sobre la mesa y se fueron a la escuela sin discutir más con el... Pasaron los días y la señora terminó tirando el pan malo a la basura, porque se puso tieso y nadie se lo quería comer...
Había, en cambio, otro pan bueno que tan pronto salió del horno, crujiente y tierno, se sintió feliz de que se lo llevaran de primero para la casa de una familia numerosa. Cuando lo colocaron sobre la mesa, sabiendo que lo iban a partir y que se lo iban a comer, agradeció a Dios porque podía darle vida a los niños que iban a estudiar a la escuela. Tuvo miedo y le dolió cada uno de los embates del cuchillo que lo fue rebanando poco a poco; luego, cuando sentía cada mordisco, sufría, pero sabía que los niños lo necesitaban para jugar, para estudiar, para reír toda la mañana. Así que se ofreció con generosidad hasta el final, sin dejar sentir el dolor que lo embargaba.
Esta historia la suelo contar a los niños y niñas cuando hacen su primera comunión; a partir de este sencillo cuento, converso con ellos sobre el valor de la entrega, del sacrificio por los demás, de la entrega generosa de Dios a través de su Hijo en la Eucaristía. Los niños, como los que escuchaban al Señor, se preguntan aterrados: ¿cómo puede este darnos a comer su propio cuerpo?
Leyendo a santo Tomás de Aquino, podemos entender un poco mejor el sentido de la fiesta de hoy y de los textos bíblicos que nos propone la Iglesia para la celebración de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo: “El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres (...) Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión (...)”.
Participar de la vida del Señor, por haber comido su carne y haber bebido su sangre, es participar de su vida divina, que no es otra cosa que una vida entregada, por amor, hasta la muerte. Por eso, “el que come de este pan, vivirá para siempre”, porque es una vida que no termina, sino que se transforma en vida para el mundo, como el pan generoso que se hizo risa y alegría en los niños del cuento.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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