viernes, 24 de abril de 2020

Un suelo fértil por Jaime Tatay sj



«Un árbol funciona como una bomba –nos decía el profesor de Fisiología Vegetal proyectando una diapositiva–, una bomba capaz de extraer los minerales y la humedad desde las capas más profundas del suelo hasta la superficie». «Por medio de la fotosíntesis –continuaba–, las plantas fijan el carbono atmosférico que, junto al agua y los nutrientes aportados por el suelo, posibilitan el crecimiento del árbol. Más tarde, las hojas, las ramas y los frutos, al caer y descomponerse, forman esa capa fértil del suelo llamada humus».

«Pero, para poder hacerlo –matizaba señalando la parte subterránea del árbol–, las raíces primero tienen que realizar una penosa y dura tarea: penetrar la tierra, fracturar la roca y anclar el peso del árbol». «Solo después de ese arduo y lento proceso, que puede tardar muchos años, puede el árbol empezar a dar fruto y formar el humus» –concluyó–.

En la Biblia, el ser humano (adam) y la tierra (adama) no están lejos de los animales, de las plantas y del humus, ya que comparten el mismo sustrato, del que se nutren y del que provienen. En el Génesis, la humanidad, como el humus, sale del suelo. Es moldeada con suelo y al suelo regresa. Nos lo recuerda la liturgia cada Miércoles de Ceniza: «Polvo eres y en polvo te convertirás».


Ahora bien, si todas las criaturas provenimos de la tierra y a ella volvemos es porque Dios, con su palabra, siembra, labra, riega y cuida. Durante nuestra vida estamos invitados, por tanto, a dejarnos cultivar, a ser arados y regados por la palabra de Dios que es capaz de transformar y extraer el mejor fruto de cada uno de nosotros. Por eso la vocación cristiana es tan sencilla; consiste en meditar la palabra de Dios, dejarse hacer por ella y permitir que fructique. Consiste en transformarse en suelo fértil.

Sin embargo, como expresa la parábola del sembrador, a menudo nos negamos a acogerla, impedimos que nos trabaje por dentro. Nos resistimos porque la palabra –como las raíces– remueve, descolca y trastoca el orden establecido. Y eso resulta incómodo. Nos resistimos también porque no respetamos el ritmo de Dios, el lento proceso de formación del humus y de maduración del fruto. Queremos que todo sea fácil y rápido.

Jesús observó con paciencia durante su vida el funcionamiento de la naturaleza y comparó a menudo el Reino de Dios con las semillas. De hecho, la metáfora de la semilla fue una de sus favoritas. El sorprendente potencial del pequeño grano de mostaza; la paradójica convivencia de la cizaña y el trigo; o la desproporcionada fecundidad del grano de trigo señalan en la misma dirección: al origen humilde y oculto del Reino, a su asomobrosa capacidad para crecer, multiplicar y dar fruto. La semilla, por último, adquiere un significado redentor que explica el sentido de la Pascua: «En verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24).
Humildad y humus comparten la raíz, al igual que el ser humano y la tierra. Humilde es quien proviene del humus, del suelo. Humilde es quien encuentra sustento en lo pequeño, en lo oculto, en lo terreno. Humilde es, en definitiva, quien germina y crece en el humus, en esa capa fértil del suelo donde nace la vida.
Jaime Tatay sj
pastoralsj

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