Cuentan que en 1935 Stalin respondió sarcásticamente a la petición del embajador francés de poner fin a la persecución religiosa en Rusia con una pregunta: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?» La reacción de Stalin, salvando las distancias, no fue muy distinta de la de Herodes, quien, veinte siglos antes, formuló una pregunta similar ante la pretensión mesiánica de Jesús: «¿Dónde están tus hombres si eres rey?»
Aunque las preguntas de Stalin y Herodes no son tan irónicas como parecen. La mayoría de los representantes políticos y líderes militares de la historia han identificado el poder con la fuerza de las armas y del dinero. Como recomendaba Maquiavelo a los príncipes italianos de su época, «más vale ser temido que amado». O como escribió Quevedo en uno de sus famosos poemas, «poderoso caballero es don dinero». Porque hay dos cosas que todos tememos: la violencia física y la ruina económica.
Varios siglos después, uno de los grandes estudiosos de las relaciones internacionales, Joseph Nye, denomina este tipo de poder militar y económico –el tradicional poder del palo y la zanahoria, de las amenazas militares y las sanciones económicas– como poder duro.
Ahora bien, junto a este primer tipo existe otro que puede ser tanto o más importante para conseguir aquello que se desea, el poder blando. Un país puede lograr mucho de lo que busca si hace que los demás admiren sus valores, aspiren a su nivel de prosperidad, sueñen con su apertura y emulen su ejemplo. El poder blando es un tipo de autoridad que renuncia a la fuerza y a la coerción, optando por la atracción y la seducción. Todo gran imperio o superpotencia, para llegar a serlo, ha tenido que aprender a administrar ambos tipos de poder.
Esta sutil distinción aparece también en el evangelio. Durante su vida apostólica, muchos de los seguidores que habían sido atraídos por el predicador de Nazaret quedan decepcionados al comprobar que su plan no era el que ellos esperaban. Por eso, los anuncios de la pasión que anticipan la Pascua resultan intolerables a oídos de los discípulos. «Mi Reino –afirma Jesús– no es de este mundo». «Mi poder –nos sigue advirtiendo siglos después– no es del tipo que pensáis».
La renuncia a la violencia y a la fuerza de los primeros cristianos refleja el pacifismo radical del mensaje evangélico, pero muestra algo todavía más importante: la fe en el poder blando del mandamiento del amor. Tanto es así que el poder seductor de la fe no solo posibilitó su supervivencia en medio de las persecuciones; acabó convirtiendo el cristianismo en la religión oficial.
Como creyentes, a la luz de la experiencia pascual, estamos llamados a preguntarnos por el sentido del poder. Haciéndolo, comprenderemos mejor el funcionamiento del mundo, nuestra historia y la lógica del evangelio. En las últimas décadas se ha popularizado el término empoderar para expresar la necesidad de incorporar a personas o colectivos tradicionalmente marginados en la toma de decisiones. Para el cristiano, sin embargo, el mayor acto de libertad consiste, paradójicamente, en desempoderarse, dar un paso atrás y renunciar al ejercicio del poder.Porque, a la larga, ese ejercicio blando del poder resulta enormemente poderoso.
Esa es la gran lección de la Pascua.
Jaime Tatay sj
pastoralsj
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