sábado, 28 de diciembre de 2013
Francisco: Las fronteras de un sueño por Pedro Miguel Lamet S.J.
No le temblaron las piernas en la capilla Sixtina. Jorge Bergloglio ha confesado que en ese momento decisivo del “sí” sintió una paz que no le ha abandonado desde entonces. Lo refleja su rostro distendido y sonriente, como si esa fuerza interior le acompañara siempre. Y el mundo, creyente o no, parece haberle aceptado con una excelente acogida, incluidos los medios de comunicación que lo proclaman “hombre del año”.
Pero cabe preguntarse si su” revolución copernicana” por la que intenta retirarse del vértice de la Iglesia, devolviendo la centralidad a la figura de Cristo y recuperar la importancia conciliar de la colegialidad y el protagonismo del Pueblo, así como lanzarla a la periferia, cuenta con todos los apoyos necesarios. ¿Podrá el Papa llevar a cabo su sueño? ¿Qué límites tiene dentro y fuera de la institución? ¿Hasta qué fronteras conseguirá ampliar la apertura eclesial?
Es evidente que no quiere protegerse con antibalas, ni con la mitificación secular de su cargo, ni desde luego tras el fulgor de oropeles. Sin embargo una sorda oposición se va desenmascarando en su entorno. Primero, desde una sociedad dominada por la dictadura del mercado, a la que fustiga sin miedo, acusándola incluso de “matar” a sus víctimas. No olvidemos la frase de Lyndon B. Johnson en 1969 después de leer el Informe Rockefeller: “Lo pobres son un enemigo que quiere lo que nosotros tenemos”. El “Papa de los pobres” ya ha recibido los envites del Tea Party acusándolo de marxista. Aunque afortunadamente Francisco es de los que contesta a pie de titular, dejando claro que dicha ideología está equivocada, pero no las personas, pues muchos marxistas son sus amigos.
En este plano sociológico, como en otros, guarda una inteligente equidistancia entre la humanidad y la pureza de la doctrina, la ortodoxia y el diálogo. Su pensamiento es el de Doctrina Social de la Iglesia, pero su corazón no es el de un jefe, sino el de un hermano.
Nadie puede saber hasta qué punto los dueños del poder económico, incluidos sus sicarios mafiosos, llegarán a movilizarse contra él. Pero, como demostró el fundador del cristianismo, no hay mayor fuerza que la debilidad ni palanca más poderosa que el amor. Más de temer son los opositores de dentro. Entre estos han surgido los de menor fuste, los aristócratas del formalismo, los que han dejado de leer el Evangelio para apegarse al mito ritual, a los capisayos, y al alambicamiento del lenguaje eclesiástico. No soportan que un papa se despoje de oro y púrpura, prefiera una pensión a un palacio, y un utilitario a un Mercedes y que además se entienda. Le acusan de “cutre” exactamente como los fariseos a Jesús, un “predicador rural”, que se juntaba con publicanos, lisiados y prostitutas. Esto ha indignado incluso al secretario de su predecesor, que vio en estos gestos un feo a Benedicto XVI, quien por cierto mantiene su admirable silencio.
Más peligrosos son los sectores de la curia, que ha comenzado a reformar de sus escandalosos manejos revelados por los vatileaks. En esto, como en el tema de la pederastia no le tiembla la mano, y ha tenido la inteligencia de no actuar sólo, sino con un comité de ocho cardenales de la Iglesia universal, que le respalda.
Si bien el terreno más pantanoso por donde ha de caminar sigue siendo el de la doctrina. La Iglesia católica sostiene que no se fundamenta sólo en la Revelación, sino también en la Tradición, y esta, acumulada durante siglos, hace que se mueva con pasos paquidérmicos. Ahí tiene clavados miles de ojos avezados en el dogma, la moral, el Derecho Canónico y el “siempre se hizo así”. Sobre todo afilan sus estiletes los casuistas en moral sexual. En esta materia la habilidosa fusión del carisma del de Asís con el sentido práctico del universitario Loyola, junto a un gran conocimiento del mundo actual, le prestan la sabiduría de caminar sobre seguro. Nadie hasta ahora ha conseguido cazarle en un renuncio teológico. Paradigmática en este sentido es su respuesta sobre los homosexuales, comparable a la de Jesús a los que pretendían apedrear a la adúltera.
El próximo sínodo de la familia va a convertirse en la primera tormenta de ideas no meramente consultiva sino deliberativa de este organismo creado por el Concilio. Y la polémica admisión a la comunión de los divorciados, por ejemplo, si se consigue, irá más en la línea de flexibilizar las nulidades, como en la Iglesia Ortodoxa, que en modificar la indisolubilidad. Un misterio sin resolver es si cambiará o no la ley vigente del celibato que, al no ser de “derecho divino”, no pertenece al dogma y es modificable. No deja de ser sintomático que sobre esta cuestión no se haya aún pronunciado.
Me consta que hay un sector feminista de la Iglesia desilusionado por la forma de abordar el papel de la mujer. No pocas piensan que su marginación en la Iglesia no cesará hasta conseguir su acceso al sacerdocio, un puerta que Juan Pablo II cerró de forma contundente, y que Francisco no abrirá. También ha clausurado la del cardenalato, que algunos veían como viable, puesto que bastaría para ello el diaconado, recurso apuntado hace años por algunos padres sinodales. El papa lo descarta como forma de “clericalismo”.
Pero, si esta frontera resulta infranqueable, el ecumenismo se presenta como un horizonte lleno de promesas. Un papa, gran amigo de judíos en Buenos Aires, que despierta la admiración sincera de líderes de otras Iglesias, y que afirma que las sangres de un protestante y un católico se mezclan en una al derramarse, dice más que al debatir diferencias teológicas.
La gran reforma de Francisco sin embargo es la de devolver al papado un rostro humano y por tanto más divino; la de bajar a la calle y encaminar un ministerio petrino absoluto a un corresponsable “primus inter pares”. El teólogo español Juan de Dios Martín Velasco lo ha expresado con acierto: Si la historia hasta ahora se ha encargado de “eclesializar al cristianismo, Francisco ha emprendido la tarea de recristianizar la Iglesia”. No es poco. Viene a ser tanto como aproximarse a aquellos inspirados versos de Rafael Alberti al San Pedro de bronce del Vaticano: “Haz un milagro, Señor. / Déjame bajar al río, / volver a ser pescador, / que es lo mío.” Un sueño que parece ser real y romper fronteras.
Pedro Miguel Lamet S.J.
El alegre cansancio
RD
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